viernes, 31 de agosto de 2012

¿Qué es Filosofía?

Iniciemos nuestra introducción a la filosofía, pensando en su utilidad.

Lee el siguiente artículo y redacta en una cuartilla lo que piensas de él.
http://www.ldiogenes.buap.mx/intro.htm



FILOSOFIA, EN LA AVENTURA DEL COMIENZO
    Jesús Rodolfo Santander*
Cuando algunos maestros del Colegio organizaron esta jornada de reflexión sobre el quehacer filosófico para recibir a los nuevos estudiantes de licenciatura y fui invitado a hablar sobre “¿Qué es filosofía?”, esa invitación revivió en mi la dificultad que me inquietaba, años atrás, al comenzar un curso cuatrimestral de introducción a la filosofía. Antes de iniciarlo solía preguntarme cómo podría llegar a decir algo esencial de tan vasta y compleja actividad del espíritu a quienes no tenían todavía ninguna experiencia de ella. Sólo que hoy esta dificultad, que en realidad es inherente a cualquier discurso introductorio a la filosofía, se hace más aguda, ya que por cierto no dispongo en esta ocasión de un cuatrimestre sino de escasos minutos. Me parece, entonces, que para dar a entender en estas condiciones, algo esencial –o al menos útil- del quehacer filosófico, lo mejor es recurrir a una imagen y comparar la situación en la que nos encontramos a la de aquellos exploradores de otros tiempos, a quienes, después de haber adquirido gracias a sus múltiples viajes cierta familiaridad con un continente mal conocido, les tocaba capitanear una expedición de exploradores bisoños. Si no es una imagen exacta de la vida filosófica en su comienzo, al menos refleja su carácter de aventura y quizás pueda ayudarnos a sugerir una o dos cosas de lo que es la vida con la filosofía a jóvenes que, por iniciarse en estos estudios, es bastante lógico suponer que, al menos en su mayoría, todavía saben poco o nada de ella y lo que creen saber, es a menudo inexacto sino mitológico. Dejémonos llevar un momento por esta imagen.
Antes de emprender el largo viaje, había que iniciar a los nuevos en la aventura. Una parte indispensable de la iniciación, podemos suponerlo, era recordar los mitos que llenaban de seres imaginarios el espacio que la tripulación debía atravesar y desmentirlos. Tarea indispensable, tanto para animar a la tripulación a emprender el viaje como para evitar que después se sintieran defraudados por abrigar expectativas irrealizables alimentadas por falsas creencias. Con el transcurso de los días, de las semanas y los meses, la tripulación se había alejado de las costas familiares y se había internado en alta mar. Su sentimiento de inseguridad había aumentado. Algún tiempo después, ya desesperaba por llegar a tierra, al tiempo que la autoridad del explorador experimentado había disminuido y los fantasmas del mito habían ocupado nuevamente el espíritu de sus hombres. Los tripulantes discutirán entonces con el capitán. Algunos se amotinarán y regresarán abandonando la empresa. Otros decidirán continuar por algún tiempo; pero la tierra soñada no aparecerá. Nuevos motines, nuevas deserciones, hasta que un día algunos de los que iniciaron, sostenidos por la esperanza, terminarán por llegar a tierra firme. ¿Pero habrán llegado al final del camino? En realidad no habrán hecho más que desembarcar en un territorio que ahora hay que explorar y, del número inicial de la expedición, lo más probable es que apenas queden unos cuantos, en realidad muy pocos si se tiene en cuenta los numerosos y a menudo penosos trabajos que exige la conquista de los nuevos espacios. Acecha el peligro de extraviarse, y muchos otros. Desde luego, la tripulación cuenta con los exploradores experimentados que ya han hollado estas tierras abriendo aquí y allá algún camino y que han levantado algunos mapas. La autoridad de éstos, por lo demás, se habrá fortalecido al llegar a tierra firme. La tierra deseada estaba ahí, existía. Había motivos para creer y alegrarse. Pero la exploración del nuevo continente deparará problemas nuevos y, frente a situaciones imprevistas que provocarán duda y zozobra, el capitán, aunque explorador avezado, no siempre podrá disponer de una solución elaborada en base a una experiencia anterior. A veces se equivocará y su autoridad frente a la tripulación se resentirá. Para colmo, los capitanes discreparán sobre el camino que ha de seguirse para alcanzar un determinado punto y no pocas veces disentirán sobre el sentido mismo de la expedición. Algunos pensarán que la exploración es para encontrar riquezas; otros, para someter a los habitantes que habitan esos territorios y apropiarse de ellos; otros, para convertirlos a una religión, otros, en fin, seguramente los menos, pensarán que el descubrimiento de la nueva tierra no puede tener ningún objeto más noble que el del descubrimiento mismo.
En filosofía, la situación en que se encuentran aprendices y maestros al comienzo de la aventura es un poco como aquella en la que estaban los marinos y capitanes de las antiguas expediciones. Al inicio de un viaje por un espacio intelectual todavía desconocido, pero poblado de fantasías de diverso tipo, es indispensable desmitificar y desalentar algunas falsas esperanzas por la que los estudiantes se embarcaron en la empresa filosófica. Hoy no será inútil aclarar, por ejemplo, que la filosofía no es religión, ni astrología y que nada tiene que ver con publicaciones como Mi filosofía de la vida de Michael Jordan u otros títulos que figuran en la literatura de Sanborns, como los libros de Carlos Cuauhtémoc Sánchez por ejemplo, que explican el sentido de la vida en dos lecciones.
Pasado un tiempo, los aprendices se habrán alejado de las certidumbres familiares y se habrán internado en la alta mar filosófica. Es probable que entonces se sientan inseguros y que muchos abandonen la empresa antes de llegar a tierra firme. Y los que lleguen, encontrarán que frente a ellos se abre un espacio que por su magnitud no sería exagerado comparar a un continente, por su complejidad, a un universo. Baste solamente pensar que la filosofía occidental cubre un período que se avecina a los 3000 años, período en el que se han producido miles de obras que, escritas en numerosas lenguas, constituyen un conjunto que se entreteje con innumerables escritos secundarios referidos a esas obras. Cualquiera puede extraviarse en tal vastedad y, con mayor razón, quien carece de puntos de referencia. Desde luego, siempre habrá para el estudiante que ama la comodidad, algunas excursiones en autocar organizadas a precio módico; pero al que movido por el afán de filosofar quiera internarse verdaderamente en esos espacios, a ese no le servirán los caminos pavimentados. En esto de la filosofía “se hace camino al andar”. Y al que se interna acecha siempre la posibilidad de tomar caminos equivocados, acecha la ilusión, el error, el tomar por oro lo que no es más que paja y, en el caso extremo, no tan infrecuente, el andar, incluso, errando de un lado para otro sin saber ya qué se busca. No diré que este andar errando pueda evitarse completamente, y hasta creo que una cierta dosis puede ser buena para adquirir cierta experiencia y conocimiento de los caminos, pues cuando alguien se pierde, puede ganar la posibilidad de encontrarse en uno. Claro está que el andar perdido en un territorio ignoto no es una situación confortable en la que se quiera permanecer mucho tiempo. Pero es quizás en esa situación donde se revela en su verdadero valor y en donde puede resultar de más provecho para el aprendiz, la experiencia del maestro como explorador más avezado. ¿Qué debería recibir del maestro, que le fuera útil para estos comienzos? Por mi parte yo le ofrecería un “arte de no leer”, una brújula, algún mapa con los territorios ya explorados.
            El aprendiz tendrá que aventurarse en un terreno vinculado especialmente a la lectura. Tendrá mucho que leer, pero no podrá leerlo todo, simplemente porque el tiempo de vida no es precisamente ilimitado, sino finito. Un tiempo limitado nos obliga siempre a elegir. ¿Cómo elegir en este dominio para no quedar atrapados por el ”mal infinito”? Convendrá desarrollar el arte de saber lo que se tiene que leer o, como también habría que decir, un “arte de no leer”, [i]que ayude tanto a no perder el tiempo con lecturas inútiles o mediocres -o incluso buenas pero no importantes o pertinentes para nuestra investigación- como a encontrar el libro con el que podemos “perderlo” mejor, en el más intenso goce de la lectura.
Este arte enseñará que la lectura meditada de una obra fundamental “vuelve superfluas bibliotecas enteras de filosofía” y a la vez animará al aprendiz a pensar por sí mismo, liberándolo de la compulsión de tener que encontrar siempre todo lo que debe pensar en un texto ya escrito por otro. De esta manera podrá liberarlo también, tanto de la falsa idea de que hay que leerlo todo, como de la ligera opinión de que las grandes obras de nuestra tradición son antiguallas sin valor, de las que nosotros, hombres posmetafísicos, no sacaríamos ningún provecho de su lectura. En lugar de adoptar algunas de estas opiniones y las consecuencias prácticas que derivan, sería más provechoso que durante su iniciación se esforzara por orientarse dentro de esa vasta producción muchas veces secular del pensamiento que hemos evocado, aprendiendo a distinguir entre tradiciones, corrientes y escuelas de pensamiento, tomando conocimiento de las grandes cuestiones de la filosofía, descubriendo los grandes pensadores y familiarizándose con algunas obras fundamentales, atento desde el comienzo a dar con el problema, la obra, el pensador con el que encuentra una mayor afinidad, a fin de poder delimitar un espacio de investigación y explorarlo más tarde.
 Así, pues, no habrá que olvidarse de poner en la mochila ese arte de no leer, que es, como se habrá comprendido, un arte de saber leer. Mas en su peculiar aventura de explorador del universo filosófico, el aprendiz tendrá necesidad también de una brújula para no perder su norte en el enmarañado territorio intelectual en el que debe internarse. Le ayudará a reconocer un terreno, a levantar mapas o a interpretar los que tenga sobre territorios ya explorados.
             La brújula es aquí una idea de filosofía, esto es, una idea que se ha formado en el espíritu del maestro al hilo de su investigación y gracias a un comercio asiduo y reflexivo con la historia de la filosofía, a un trato probo, honesto, con la tradición filosófica en la que se inscribe. Si ha surgido de esta manera, la idea de la filosofía que el maestro suministra será quizás incompleta, pero difícilmente será totalmente falsa. El aprendiz podrá aspirar a completarla y a mejorarla. Aquí, el que se inicia debe saber que a veces las ideas filosóficas se consideran erróneas sólo por el hecho de ser parciales y que, siendo esto así, esas ideas pueden encontrar un lugar como verdades parciales, como partes de una verdad más amplia, en un pensamiento más comprensivo, en el cual habría que encontrar, también, una explicación de la apariencia de verdad con que se presentaron las ideas que ahora se consideran falsas. Alcanzar tal pensamiento tendría que ser uno de los cometidos del quehacer filosófico. El filósofo debe, según esto, buscar toda la verdad que esté a su alcance y no conformarse con una parte de la verdad. Por mucho que pudiera extrañar a los oídos ya aclimatados al relativismo en boga, hay que decir que la búsqueda de la verdad debe ser su norte filosófico.
 Digo: “debe”, aunque en realidad, antes que un deber, es un anhelo que anima toda genuina búsqueda filosófica (incluso cuando el sujeto de ella es un filósofo escéptico que trata de probar –contradictoriamente- como verdadera la afirmación de que la verdad no existe). El amor de la verdad es un deseo que ya había habitado el corazón del filósofo griego; recuérdese la etimología de la palabra “filo-sofía” y no se olvide lo que decía Platón: Amo a Sócrates, pero más a la verdad. Ha impulsado a los filósofos señalándoles el norte de la investigación filosófica, desde Sócrates hasta Hegel, e incluso impulsa –aunque con diferencias esenciales relativas al concepto mismo de verdad- a quienes hoy filosofan en los albores de un nuevo siglo avizorando un nuevo mundo, quizás una nueva época. Mueve a la filosofía desde los tiempos del diálogo platónico y no es ajeno a la dialéctica de Hegel, aunque con éste haya sufrido un vuelco. El deseo de la verdad es la fuerza que tensa el arco filosófico; sin ese deseo, ningún dardo puede abandonar el arco para volar hacia un blanco. Sin él, ni siquiera la posibilidad de errar el blanco. Con él, en cambio, la posibilidad, a veces lograda tras diversos ensayos, de dar en él, o al menos de acercarse. Conviene, entonces, que los nuevos exploradores apuesten por la verdad poniendo en sus mochilas una buena dosis de amor a Sofía, pues sin él, falto del soplo que hincha las velas del barco filosófico, no llegarán muy lejos, o desertarán pronto de la empresa ante la primera dificultad. Por lo demás, sin esa pasión, ¿cómo entender que la historia de la filosofía haya sido tan pródiga en discursos filosóficos?
            Si suprimimos ese elemento íntimo de la filosofía, ya no podremos entender cabalmente la actividad filosófica; sólo la veremos desde fuera. Y si es vista desde fuera, la filosofía da la impresión de ser una casa de locos, en donde todas las opiniones parecen posibles, incluso las que parecen más absurdas. La cambiante diversidad de los sistemas filosóficos moverá entonces a “explicar” la historia de la filosofía por algo no filosófico. Así, por ejemplo, algunos no querrán ver en semejante diversidad sino pseudoproblemas suscitados por el lenguaje, en tanto que otros no querrán ver, en la filosofía, sino mera ideología, simple reflejo de las condiciones materiales de la existencia social de los hombres; de modo que su estudio no tendría que ocuparnos más allá del umbral del análisis de las patologías del lenguaje o de la sociología del conocimiento. Es la visión que adoptará un hombre que prefiere una visión externa de la filosofía, en lugar de comprometerse seriamente con su estudio. Tendrá en vista la multiplicidad de los sistemas, pero hará caso omiso de un elemento subjetivo que es esencial al proyecto filosófico, elemento sin el cual esa multiplicidad no es más que una fachada exterior. Y así no comprenderá que, mal que bien, esos sistemas son el resultado de una actividad constituyente del espíritu. Por el contrario, a quien investiga animado por un daimon filosófico, tiene que hacérsele visible, desde el interior, el afán que anima la vida filosófica como un elemento esencial que  explícita o implícitamente se reitera, de una u otra manera, en la historia de la filosofía.
Este último sabe, también, que no puede conformarse con una opinión filosófica que deje de lado algún rasgo esencial de lo que investiga (fuera este rasgo algo subjetivo), so pena de que sus resultados sean parciales y por consiguiente falsos. Más de una vez  le habrá ocurrido sostener opiniones que más tarde, a la luz de la crítica de sus interlocutores o de nuevos análisis, tuvo que abandonar por parciales y, en ese sentido, erróneas. Ha aprendido, entonces, a comprender los resultados parciales que alcanzó en su actividad filosófica como estadios provisorios de un camino siempre abierto hacia la verdad. Este es el modelo de investigación que toma cuerpo con los diálogos platónicos en la figura de Sócrates.
Sócrates –o Platón a través de Sócrates- iniciaba una investigación acerca de qué es la virtud, la ciencia o el lenguaje, en un diálogo con sus discípulos. Muchas veces la investigación no llegaba a conclusiones definitivas, de manera que la misma investigación podía ser retomada en el punto que había sido dejada y continuada en otra ocasión a la luz de nuevos descubrimientos, sea por el mismo Platón, sea por alguno de sus discípulos o, siglos después, por lectores -por algunos de nosotros, por ejemplo- que quieren mantener viva la interrogación inaugurada por el filósofo. Aquí puede verse en acción un tipo de dialéctica que suspende las opiniones, manteniendo abiertas, tanto tiempo como sea posible, las cuestiones fundamentales que nos planteamos. Por algunas de sus características, la dialéctica abierta es una manera de filosofar que presenta diversas ventajas. Por ejemplo, podemos volver sobre esas cuestiones cuantas veces queramos, sabiendo que, con el tiempo, las cosas se ven con más claridad y que los complejos temas filosóficos muestran caras que hasta ese momento habían permanecido invisibles. Si el objetivo es lograr un conocimiento más verdadero, en filosofía habrá que darse tiempo. La precipitación por inscribirse en una posición filosófica, sin antes haberse tomado el tiempo de examinar los diversos aspectos de su asunto, puede conducir fácilmente al error. Es lo que  también Descartes suponía al tomar la firme resolución de evitarla cuidadosamente en su investigación.[ii]
 La idea de que la filosofía es búsqueda de la verdad sufre un giro en Hegel. Aunque ampliamente inspirado en los motivos filosóficos de Platón, Hegel estimó al comienzo del siglo XIX que, si hasta entonces la filosofía había sido sobretodo amor de la verdad, deseo de saber,[iii] ya era hora de que fuera el saber que se buscaba. Se dio entonces a la tarea de edificar una filosofía que reuniera y sintetizara el sistema total y definitivo de la verdad. De esta manera sacó el acento puesto sobre labúsqueda del saber y lo puso sobre el saber realizado, dando origen de esta manera a una dialéctica cerrada.
            Así como el filósofo platónico no se conformaba con opiniones parciales sostenidas por este o aquel interlocutor sobre una realidad investigada, tampoco el filósofo hegeliano podía contentarse con las tesis parciales sustentadas por este o aquel sistema. Para Hegel, que entendió la verdad en el sentido de la totalidad de la verdad o verdad absoluta[iv], ninguna tesis parcial hubiera podido, aunque lo pretendiera, expresar adecuadamente la verdad. Y así, lo que es afirmado por un sistema, tiene que ser negado por otro en el proceso dialéctico que constantemente tiene lugar a lo largo de la historia de la filosofía hasta el momento en que, por último, el Espíritu reposa en el Saber Absoluto. Ahora bien, Hegel creyó que ese estadio de posesión de la verdad definitiva y total había sido alcanzado por él en su sistema, del mismo modo que creyó, ilusoriamente, que en su tiempo la historia universal había llegado a su fin con el estado prusiano -así como mutatis mutandi otros lo creen hoy siguiendo su ejemplo. En realidad, Hegel sólo había logrado excluir a la historia de su sistema y lo había cerrado a la futura investigación de la verdad. Los acontecimientos históricos y sociales que sobrevinieron posteriormente, no tardarían en someter su obra a rudas pruebas, demostrando que la historia continuaba y que habían otras realidades que pensar y otras verdades que descubrir. El pensamiento de la totalidad no satisfizo. Era como si, para decirlo con las palabras del escritor inglés G.K.Chesterton, a diferencia del poeta, que mete la cabeza en el cielo, el filósofo tuviera que meter el cielo en su cabeza.
            No me detendré aquí sobre las críticas dirigidas a Hegel por Kierkegaard, Marx y otros. Me limitaré a indicar que, después de él, se abre paso, primero con Kierkegaard, más tarde con Jaspers, Heidegger y otros -manifestándose a veces como una vuelta a Kant- un pensamiento de la finitud que, substituyendo el ambicioso pensamiento de la totalidad, sacará provecho de las lecciones de la historia y será más modesto. No debe creerse, empero, que el pensamiento de la finitud nos obligue a abandonar la idea de la filosofía como búsqueda de la verdad impulsándonos a abrazar el escepticismo. En mi opinión sólo nos impone la tarea de volver a interrogarnos por la esencia de la verdad en relación a nuestro ser histórico y finito, a preguntarnos cómo debe ser hoy nuestra relación con ella. También nos exige revisar el concepto de totalidad de Hegel -quien de todos modos sigue siendo un hito esencial en la historia de la filosofía- y nos mueve a preguntarnos sobre la relación en que está el hombre con el conjunto del ente.
Quiero concluir agregando al mapa que estoy ofreciendo de lo que entiendo por filosofía –en realidad, apenas un esbozo muy parcial de un aspecto esencial del proyecto filosófico- otro trazo vinculado también, a la relación del filósofo con la verdad, aunque ahora relativo a su vida práctica, más precisamente, al hecho de vivir en un mundo que entiende mucho de intereses económicos y políticos, y muy poco de amor a la verdad. Me refiero a una situación que se presenta con bastante frecuencia. No es difícil que las habilidades argumentativas, u otras que el aprendiz hubiera logrado al cabo de sus estudios, le sean solicitadas por algún partido, burocracia o empresa, para ponerlas al servicio de algo contrario a la convicción que íntimamente tiene por verdadera, a cambio de algunos beneficios materiales o de otro tipo. Es una de esas situaciones en las que el tener se opone al ser y en las que el filósofo no tiene más alternativa que elegir entre el tener o el ser filósofo. Si sacrificara la convicción para obtener el beneficio, olvidaría su compromiso con la verdad, que es una dimensión constitutiva de la existencia filosófica y haría de la filosofía una simple retórica. De esta manera contribuiría a que la filosofía fuera instrumentada para fines que le son ajenos y que, por este camino, se convirtiera en una ideología manipuladora y perdiera su esencia, pero en tal caso dejaría de ser filósofo, y lo que se hace ya no sería filosofía. La filosofía, debemos comprender, es algo, tiene una esencia, y con ella no se puede hacer cualquier cosa. Y sólo en el respeto de la esencia de la filosofía podrá el filósofo dar a la sociedad lo que esta tendría el derecho a esperar de él.


*Jesús Rodolfo Santander es profesor investigador del SES-VIEP.
Este escrito fue leído el 3 de septiembre de 2000 durante la Jornada Académica de Bienvenida organizada por maestros del Colegio de Filosofía (BUAP) para recibir a los nuevos estudiantes de licenciatura. El tema de la Jornada fue Reflexiones sobre el Quehacer Filosófico. El autor fue invitado a hablar sobre “¿Qué es filosofía?” en ese contexto.
[i] “...el arte de no leer es uno de los más importantes...” escribe Schopenhauer, de quien tomo la expresión. Arturo Schopenhauer: Escritos literarios. Trad. de Edmundo González-Blanco Premia, Colección La nave de los locos, Ed. Premia, Puebla, 1999, p. 39.
[ii] “...éviter soigneusement la précipitation...”  R. Descartes: Discours de la Méthode, trad. de Etienne Gilson, Librairie Philosophique J. Vrin , Paris, 1989, p. 69. Gilson comenta que “la précipitation est le défaut qui consiste à porter un jugement avant que l’entendement n’ait atteint une complète évidence”. Ibídem, nota 2.
[iii] Lo que implica que el filósofo no puede ser considerado sabio. Si es impulsado por el eros hacia la sabiduría, es que todavía no la posee. Eros, dice Diótima a Sócrates, “desea precisamente eso de que está falto”. Platón: Banquete 202d.
[iv] “Lo verdadero es el todo”. G.W.F.Hegel: Phänomenologie des Geistes. Suhrkamp Verlag, 1970, p. 24.

5 comentarios:

  1. Me manda a la presentacion de la La Lampara de Diogenes Yair Cruz. 3 ORSE

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  2. Ok, Ya indique donde buscar, gracias

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  3. HOLA PROFE SOY JHOANA DE 3°ORSE.
    LE COMENTO QUE NO PUDE DESCARGAR EL ARCHIVO.
    YA LO INTENTE VARIAS VECES Y DE MIL MANERAS Y NO SE PUEDE.

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  4. MMMMM Si se puede, lee bien las instrucciones. sino entra a esta pagina http://www.ldiogenes.buap.mx/

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